Bucaramanga se posiciona como la cuarta ciudad del país con más lesionados por accidentes de tránsito, con una tasa de 122 heridos por cada 100 mil habitantes. Mientras las cifras crecen como los huecos en las calles, las autoridades locales parecen más ocupadas en discursos grandilocuentes que en ejecutar acciones concretas. En lugar de vías seguras, los ciudadanos enfrentan un campo minado de semáforos dañados, cebras borradas y motociclistas al borde de la supervivencia.
Como es costumbre, los gobernantes reaccionan con medidas sacadas de un sombrero: restricciones arbitrarias, campañas pasajeras y promesas recicladas. Pero las estadísticas son tercas. El 58% de los accidentes involucran motociclistas, y lejos de ofrecerles seguridad vial, los someten a un toque de queda que más parece castigo que prevención. En plena era de la tecnología, la movilidad en Bucaramanga sigue operando con parches y buena suerte.
El panorama es aún más trágico para los peatones. En Santander, las muertes de quienes caminan por la ciudad aumentaron un escandaloso 350%, pero en lugar de atender la emergencia, los líderes locales se limitan a posar para la foto con el chaleco reflectivo de turno. Nadie se hace responsable y, como siempre, la culpa recae sobre los ciudadanos que, paradójicamente, son quienes más sufren las consecuencias de la negligencia institucional.
En una ciudad donde las líneas de cruce son opcionales, los reductores de velocidad brillan por su ausencia y los paraderos parecen ruinas arqueológicas, hablar de cultura vial es una broma de mal gusto. Bucaramanga no necesita más comparendos ni más ruedas de prensa: necesita una intervención real, seria y urgente. Pero claro, eso no cabe en un trino ni gana elecciones.