En la penitenciaría de Palogordo, ubicada en Girón, Santander, la diferencia entre castigo y privilegio parece ser cuestión de cuánto puedes pagar. Cuatro funcionarios del INPEC, incluido un médico —porque hasta la salud es parte del combo VIP— fueron capturados por su presunta participación en una red de corrupción que más bien parece una empresa familiar.
Los acusados, según las autoridades, se dedicaban a ingresar elementos prohibidos, gestionar traslados «estratégicos» y repartir favores cual si fueran meseros de un restaurante de lujo. Y mientras los ciudadanos honestos siguen creyendo en el cuento de la justicia, adentro los capos siguen brindando, comiendo bien y tal vez hasta viendo Netflix.
Pero ojo, no es un hecho aislado. Hace poco los reclusos organizaron una fiestica que nada le envidia a un cumpleaños en un club social. ¿La respuesta oficial? «No era licor, era Coca-Cola con agua». La creatividad institucional para justificar lo injustificable debería ganarse un premio, pero lo cierto es que cada vez es más evidente que los barrotes están de adorno.
Y mientras se llenan los titulares con nombres de capturados, los grandes responsables siguen muy cómodos en sus escritorios. Porque aquí no hay sistema penitenciario, hay una farsa orquestada para mantener al pueblo entretenido mientras los que tienen el poder hacen y deshacen. ¿Y el ciudadano de a pie? Ese sigue pagando impuestos para financiar cárceles que operan como hoteles boutique para criminales.
